A ORILLAS DEL RÍO


No todas las tardes de domingo son tristes, especialmente ahora que la primavera ha traído el calor y la ciudad entera corre a orillas del río.
Familias de todas las clases vienen a disfrutar de la luz del sol vespertino, del olor a hierba verde, del brillo del agua y del reflejo en él de los veleritos blancos.
Por encima de todas las cabezas –rubias, morenas, con sombrero, gorra, sombrilla, o sin ellos-, por debajo de las copas de los árboles, se alza un murmullo continuo: risas, gritos alegres de niños que juegan y corren, voces de mujeres –charlando, cotilleando, comentando la semana-, y hasta, si se afina bien el oído, susurros entrecortados de enamorados, llenos de escalofríos, rubor y sudor en las manos entrelazadas. Los pajarillos estarán escondidos entre las ramas de los árboles, asombrados del mar de sonidos que ha inundado el parque.
Aunque no todos participan del bullicio; existe una especie de hombres un poco hosca, burgueses con sombrero de copa negro, que vienen a pasear para dar gusto a su señora, pero también obreros con gorra que literalmente fuman en pipa; todos ellos miran ensimismados hacia el frente, pensando en sus cosas; casi seguro, muchos piensan en el dinero: los primeros pensarán en cómo ganar aún más, los segundos en cómo remediar su falta. Gracias a Dios, tumbarse junto al río todavía es gratis.
También callan las jóvenes que miran apesadumbradas las flores o la orilla de enfrente, pensando ensimismadas en el amor que no ha sido; los que leen, los que andan preocupados por algo, y los que son, por naturaleza, callados.
Casi todas las mujeres llevan sombrillas; algunas la utilizan para protegerse del sol. Otras, como la señora D’Ouvers, sólo la quieren para adornar, de manera que incluso en la sombra la mantiene abierta, aunque echada hacia atrás de un modo gracioso, que deje ver la flor enorme que se ha puesto en el sombrero. A la tal señora le gusta ser extravagante, destacar siempre, y ser la comidilla en las charlas de salón. Por eso ha decidido ponerse hoy ese vestido de cola extraordinaria, y llevar con ella, además de a su aburrido marido, a su perro y al mono Petit del que se ha encaprichado. Dará que hablar esta semana, seguro.
El pintor lo observa todo, maravillado, ajeno a las pretensiones de las damas de tan alta sociedad. Le brillan los ojos como nunca últimamente. Parece que mira igual que todos, pero no: nadie ve lo que él. Miles de puntitos se le representan en la mente, puntos verdes, azules, amarillos, negros, de todos los colores mezclados. El “¡eureka!” casi asoma a sus labios; también él, como todos los que esta tarde han venido a pasar el rato al río, serán pronto historia, patrimonio del arte.



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Pintura: Georges Pierre Seurat, "Una tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte".

Texto: Esperanza

3 comentarios:

A.Dulac dijo...

Curiosa pintura que ya conocía la cual describe muy bien la sociedad de esa época y sus costumbres...etc.
Me gusta el enfoque que le has dado como un reportaje narrativo-descriptivo en donde tu explicación permite que cada uno aún leyéndola pueda a la par tener la suya;buen trabajo,un biquiño de A.Dulac

Algaire dijo...

Te haces esperar, pero cuando se leen tus textos se nos olvida la espera.
Una buena descripción de ese cuadro, como si estuvieras narrando en directo lo que sucede en esa tarde de domingo.
Un abrazo

RosaMaría dijo...

Bellísimo enfoque de un gran cuadro. Un abrazo

Olvídate de fechas, de etapas, de etiquetas.

Mira. Lee. Disfruta.

Vive el arte por el arte.