TRISTE HISTORIA DE FRANCESCA DA RIMINI


Meses hacía que el trágico final se presagiaba; en realidad, la desgracia empezó ya a rondar por los pasillos repujados, entre las cortinas de seda y las pinturas con marcos dorados, desde el mismo momento en que ella, la joven, hermosa, dulce Francesca, recién llegada a una ciudad extraña, recién casada con el muy rico, y todavía más deforme, Canciotto Malatesta, había pisado la casa. Triste había sido la despedida de quienes quería, triste el momento que ahora vivía, abominable el futuro que esperaba a su lado. Hasta que de repente, algo cambió todo.



Bastó un cruce de miradas, una leve sonrisa, un beso cortés en la mano, y un nombre que, al decirlo, ella repitió y paladeó con deleite, como la más dulce de las mieles: “Paolo Malatesta…”. Bastó solo eso para torcer sin esfuerzo la línea férrea que la había llevado hasta allí y que había supuesto hasta ahora el gran negocio de la vida de su padre, siempre, y antes que nada, comerciante; la alegría de su madre, feliz por haber casado a su Francesca con un hombre con posibles; y el goce, triunfante y voluptuoso, del hombre que veía que, a pesar de su joroba, de su rostro desfigurado, de sus brazos cortos, de su aspecto cada vez más monstruoso, sería capaz de comprar y disfrutar a la mujer más bella de la ciudad vecina.



En menos de un segundo, todo eso saltó por los aires: igual que los espejos que reflejaban al pasar la figura amorfa de Canciotto, la pesadilla se hizo añicos y, en su lugar, empezó a formarse un sueño tan imposible como maravilloso, tan temerario como glorioso. Refugiada en él, fueron pasando sin pena para Francesca los días con sus tardes, las noches con sus amaneceres, siempre a la espera del momento en que pudiera reunirse con Paolo, hablar, reír juntos, soportar a veces sus ojos clavados en ella de aquel modo que la embriagaba. Siempre andaban con miedo; nada tenían que ocultar, se decía cada uno, pero siempre se creían observados por el marido envidioso del joven y galante hermano, al que imaginaban escondido en alguna parte para lanzarse sobre ellos.



Aquella tarde, Canciotto había hecho anunciar que había partido y no volvería hasta el día siguiente; sintiéndose tranquilos y felices, sin querer explicarse por qué, se reunieron para leer en el cuarto de Francesca, iluminado por la luz que entraba por la ventana entreabierta. La estancia era pequeña, recogida, acogedora, y, rodeados por la penumbra, ambos sentían que compartían algo íntimo, algo de nadie más que de ellos. Paolo leía quedo una historia de amor, casi al oído de Francesca, para que solo ella lo entendiera, haciendo que, ante cada palabra suya, ella se estremeciera de emoción. Y una de aquellas veces en que sus ojos se miraron y se dijeron tantas cosas que nunca se atreverían a pronunciar, él prendió un beso en su boca, leve, trémulo, fugaz.


Todavía tenían el sabor del beso en sus labios, aún en ellos ardía su estela, cuando el sosiego se tornó en confusión, la paz en lucha, el romance en dolor. Prorrumpió como un animal salvaje el enloquecido Canciotto, que, como siempre habían temido, había estado agazapado tras la cortina presenciando sus amores. Entre gritos de terror y de sangre, entre sollozos y gemidos, atravesó certeramente y sin duda sus cuerpos, sus corazones, y cumplió con ello el espantoso cometido que mucho antes la caprichosa Moira, al cortar el hilo de sus vidas, había previsto para él. Todavía antes de irse tuvo tiempo aquel vil Caín para detenerse un momento y contemplar la escena con odio: muerte había dado a su mujer y a su hermano; sus cuerpos yacían ahora inertes en la habitación, juntos, como habían querido estar en vida.



Muchos años más tarde, en los abismos del Infierno, Francesca contaba su historia al poeta que a ellos bajó:

"Noi leggiavamo un giorno per diletto
di Lancialotto come amor lo strinse;
soli eravamo e sanza alcun sospetto.
Per più fïate li occhi ci sospinse
quella lettura, e scolorocci il viso;
ma solo un punto fu quel che ci vinse.
Quando leggemmo il disïato riso
esser baciato da cotanto amante,
questi, che mai da me non fia diviso,
la bocca mi baciò tutta tremante.
Galeotto fu il libro e chi lo scrisse:
quel giorno più non vi leggemmo avante..."



"Por distracción leíamos un día / cómo prendió el amor a Lanzarote / solos los dos, y sin sospecha alguna / Nos levantó los ojos varias veces / esa lectura, y nos mudó el semblante,/mas lo que nos venció fue un punto sólo. / Cuando leímos que la ansiada risa / por amante como él era besada, / éste a quien nunca aparten de mi lado, / temblando todo me besó la boca. / Galeoto el libro fue y el que lo ha escrito. / Y quedó, en aquel día, la lectura..."



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Cuadro: Alexandre Cabanel, "Muerte de Francesca Da Rímini y Paolo Malatesta"

Texto: Esperanza

Poesía: Dante Alighieri, La Divina Comedia, Canto V.

2 comentarios:

Laura C. H. dijo...

Un diaz Espe ;)

A.Dulac dijo...

Me ha encantado Esperanza ,es como si lo hubieses vivido en tiempos pasados y en un desgranar lento y suave nos lo contases a media voz.Un abrazo de A.Dulac

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