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Pintura: Henri Matisse, La conversación (1908-1912). Museo del Ermitage, San Petersburgo.
Texto: Esperanza.
Besas como si fueses a comerme. Besas besos de mar, a dentelladas. Las manos en mis sienes y abismadas nuestras miradas. Yo, sin lucha, inerme, |
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me declaro vencido, si vencerme es ver en ti mis manos maniatadas. Besas besos de Dios. A bocanadas bebes mi vida. Sorbes. Sin dolerme, |
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tiras de mi raíz, subes mi muerte a flor de labio. Y luego, mimadora, la brizas y la rozas con tu beso. |
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Oh Dios, oh Dios, oh Dios, si para verte bastara un beso, un beso que se llora después, porque, ¡oh, por qué!, no basta eso. |
El otoño se intuye al doblar cada árbol, cada esquina del parque. Una hoja, dos hojas, tres hojas. Un montón de hojas juntas en el suelo, amarillas, marrones, claras, oscuras, alfombra donde crujen ruidosas mis tímidas pisadas. He venido muchas veces antes, en mis mejores tardes, pero hoy es evidente que no habrá suerte.
Las musas son muchas, no tres como nos dijeron. Abundan entre ellas las que tienen la piel resplandeciente de nácar esmaltado, del tacto suave del que debieran ser las nubes, envidia de las mujeres vulgares. Las musas son siempre delicadas y etéreas, y, según mi experiencia, son sociables, pacíficas y afables la mayor parte de las veces. Cuando están de buenas, pueden ser las criaturas más adorables que existen sobre la tierra.
Hoy, sin embargo, no las reconozco, tal como las veo castigándome con su indiferencia. Mi saludo se vuelve inútil: ninguna cara, ninguna sonrisa se dirige hacia mí. Todas me han sentido, pero todas me ignoran, y renuncian a interrumpir la calma de lo que cada una va haciendo, da lo mismo que sea limarse las uñas con esmero –musas coquetas, al final casi mujeres-, murmurar muy bajito, o vagar entre los árboles de dos en dos, confesándose a saber qué secretillos. Todas prosiguen sus tareas, distantes, inalcanzables, recordándome que mi presencia ni les va ni les viene, sencillamente, les da igual: ya no soy su amigo.
¡Qué idiota! ¿Cómo pude hacerlo? El otro día intenté secuestrar a una musa, si es que así se puede decir. ¡Necesitaba tanto una idea! La novela va peor a cada día, sin salida. Encima, no encuentro más que epítetos previsibles y aburridos: labios… rojos, ojos… brillantes, lágrimas… cristalinas, ¡corazón roto! ¿A quién le interesan cosas así?… el asesinato de Horacio no ha resultado intrigante, sino sencillamente ridículo. Los personajes son marionetas estereotipadas, sacudiéndose entre sus casualidades inverosímiles, mirándome malhumorados desde el otro lado del papel a cada letra que escribo, inquiriéndome qué será lo próximo que tengan que soportar.
En esas estábamos un día cuando entró por la ventana, como un pajarillo descarriado demasiado joven para volar, una musa despistada. ¿Cuánto tardaría otra en llegar?, pensé. Hacía tanto tiempo que no venía ninguna, que a esta no podía dejarla ir (¡estúpido de mí!). Rápido y decidido yo, y ella todavía confusa, sin darse cuenta de que se había equivocado de escritor, mirando horrorizada mis dedos como garfios clavados en sus níveos brazos, y yo como un loco casi gritando, preguntándole qué hacer con la novela. ¡Plas! La musa se evapora, flotando en el aire un momento más sus ojos indignados e interrogantes y en mis dedos ardiendo su promesa firme de no volver jamás. Luego, de nuevo, solo frente al papel blanco, cabizbajo y enfurecido, sobre todo conmigo mismo: a las musas jamás se las puede forzar, ellas vienen cuando quieren, si es que vienen, y solo si ellas quieren empiezan a hablar.
Así es que por mi culpa hoy no se arremolinarán jubilosas en torno a mí, susurrándome una imagen brillante, un camino nuevo en la encrucijada imposible, un algo revelador a nadie jamás ocurrido; no sacarán a pasear sus palabras para que jueguen conmigo, ni traerán a mi mente los recuerdos de los que a veces escribo. No caminarán junto a mí, mostrándome la cadencia de las sílabas, el ritmo secreto de las frases del que nadie se da cuenta, pero que para siempre ahí queda. Hoy ninguna de estas cosas harán, porque todavía tengo que pagar mi ofensa, pero, ¡ay! ¿serán alguna vez capaces de perdonar?
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Pintura: Las musas (Les muses), Maurice Denis.
Texto: Esperanza.
El teatro, abarrotado. Las cabezas engalanadas, los cuellos bien almidonados y un montón de trajes preciosos que hoy van siendo estrenados. La feria de las vanidades, el auténtico espectáculo que todos han venido a presenciar, el de los collares de perlas, los sombreros abultados, las miradas de envidia, ha empezado mucho antes que la función teatral. Entre el alboroto del gentío que se acomoda en sus asientos, un perfume con olor a opulencia impregna de pronto el ambiente: las cabezas se vuelven al unísono hacia la altiva condesa de Fournier, que con su descaro habitual presume de amante, haciendo las delicias de los enemigos de su marido. Sin embargo, pronto la estela de su aroma y su alegre desfachatez –como gusta decir solemnemente entre las damas de buena reputación- se va yendo de la sala, muy a su pesar, porque las atenciones vuelan de un lado a otro como un péndulo que va girando poco a poco hasta acaparar todo el teatro, hasta cubrir a cada personaje de cada butaca, palco o esquina: ahora las miradas se clavan hasta picar un poco en el menor de los Laroche, que se hace acompañar de … ¿quién es? ¿Es la bella alemana que estuvo el otro día en la fiesta de Desmarais? ¿O es acaso la hermana pequeña de los Leveque? Unos cuantos anteojos insolentes, de espaldas al escenario, se enfocan con prestancia para conseguir la respuesta: es la alemana, por supuesto, de la que ni el nombre sabemos… habrá que investigar más en las próximas reuniones, piensan un buen número de cabezas creyéndose muy ocupadas.
De pronto, uno de los observadores avisa de su llegada, y entonces la sucesión de comentarios y de volteos de rostro es imparable. Por un momento, el regocijo de los presentes es unánime al descubrir a la deliciosa hija de los Bonnard, que tras varios meses de espera asiste a su primera salida. Es tan joven y tan dulce que instantáneamente se ha granjeado las simpatías de muchos corazones, y todo el teatro se vuelve hacia ella con benevolencia. Pocos segundos dura en el punto de mira de la multitud, que pronto vuelve a empezar su incesante periplo de cotilleos. No obstante, algunas caras siguen todavía pendientes de ella: unos, deslumbrados por la bonita frescura de su expresión, otras, conmovidas porque saben que hace mucho, sus propios ojos brillaron de ese modo y ante el mismo impulso temblaron también de emoción. Era otro tiempo, otro teatro, pero la misma sensación de descubrir un nuevo mundo y de maravillarse tanto.
Ella sabe que la miran, que todo el mundo la ha visto, ¡y se complace tanto de ello! ¿Cuánto tiempo esperando este momento? Desde su nacimiento por lo menos, piensa, antes de dejar de hacerlo, de dejar su mente en blanco, y estremecerse en silencio ante la espectacular escena que contempla, su pequeño cuerpo inundado todo de ilusión. Todavía sostiene en su regazo las flores y la écharpe de zorro, un regalo para la ocasión: ya no se acuerda de ellos. Absorta, entregada a la contemplación, va memorizando atentamente los detalles del teatro, pensando que le llevaría horas absorber cada pequeño rincón para atraparlo en el recuerdo, para que siempre le acompañe al cerrar los ojos. Las lámparas de cristal sobre el fondo dorado, la infinidad de colores, la belleza infinita de tantas mujeres, el amor en cualquier esquina, las risas joviales de la gente, todas las personas de las que tanto ha oído hablar y a las que por fin puede ver…
Finalmente, los murmullos se vuelven más y más apagados, las luces se bajan y el granate se va partiendo en dos, avanzando majestuoso y sin prisa hacia los lados. La niña sonríe, expectante. También en su vida se ha abierto el telón.
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Pintura: La première sortie (La primera salida), de Pierre Auguste-Renoir.
Texto: Esperanza