LA CONVERSACIÓN




Era ella misma el signo de interrogación de la pregunta que formulaba. Sentada pero recta, sacando pecho, como acentuando la distancia entre los dos en aquella azul habitación. Alzando la cabeza, pese a todo, y sus ojos más negros de lo habitual.

¿Qué había pasado?

Firme, la roca aguanta la ola, el tronco el viento, el poste el vendaval; y del mismo modo el hombre sostiene la mirada y la pregunta que en él se clavan. Desde su ángulo superior, se reafirma en su pose imperturbable, las manos metidas en los bolsillos. No asoma una explicación, una disculpa o alguna otra palabra a sus labios. Después de todo, solo soy yo, dentro de mi pijama de rayas, en una mañana de domingo: poco hay que explicar, y no sé por qué te extrañas.

Pero, ¿desde cuándo las cosas habían sido así?
Tampoco sabría decirlo.

Afuera había un rumor de colores y olores que allí fuera se quedaba, rebotando contra el cristal invisible que los separaba del mundo. Pues aquellas dos personas, en aquel preciso instante, solo ellas se bastaban. Eran una interpelación y una respuesta callada. Eran una conversación sin palabras en la que ambos confirmaban que ya no eran uno, sino dos: dos bajo el mismo techo, dos en el mismo cuarto, dos que estaban muy cerca, y sin embargo muy lejos.

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Pintura: Henri Matisse, La conversación (1908-1912). Museo del Ermitage, San Petersburgo.
Texto: Esperanza.

DESPEDIDA AL AMANECER




Me marcho, amiga.
A tu ventana no he de venir a cantar más serenatas, ni hemos nosotros de soñar más lunas que alumbren nuestras noches.
El camino es largo y azaroso, pero es mi camino. Desde aquí oigo el trasiego de millones de pasos, ecos que rebotan sobre eco, y todos ellos constantes y serenos, cada vez más lentos y con más camino andado a la espalda. Son los míos, mis propios pasos, y junto a ellos no estás tú.
Ya mis pies andan ansiosos por partir, ¡me marcho y se que no volveré!.
Traspasando el umbral de esta puerta, la vista no retornaré ya nunca más a tu balcón, como mi alma no vendrá a agitarse ya nunca más con una palabra, una sonrisa o un ceño fruncido tuyo. Traspasando el umbral de esta puerta, el corazón no se atormentará más por un reproche o una estocada mal dada (mojada en la hiel de la batalla), ni habrá nunca más desvelos por quién estará admirando tus suaves bucles negros. Traspasando el umbral de esta puerta, en fin, mi única compañía será la de este bastón, y nadie más, ni siquiera tu recuerdo, amiga.

Pero como quiera que todavía no lo traspaso, que todavía estoy aquí, un último adiós tengo que decir. Sea por los viejos tiempos, como se suele decir, o dicho de otro modo, por los tiempos en que nosotros –los de antes- nos queríamos, sin más pretensiones que querernos, fuese cual fuese nuestro destino y nuestra pena. Por los tiempos en que jurábamos y perjurábamos que este momento no llegaría, y que negábamos que, algún día, alguno pudiera pronunciar estas palabras.

Me marcho, amiga, para no volver jamás.

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Pintura: Despedida al amanecer, de Moritz von Schwind.
Berlín, Staatliche Museen zu Berlin – Preussischer Kulturbesitz, Nationalgalerie.
Texto: Esperanza.



LA VENTANA EN LA NOCHE


 
Hay algo en la noche de la Gran Ciudad que la hace inquietante.

En las colmenas-rascacielo se acumulan cientos de hormigas agitadas. Cada una con sus propias penas, cada una enclaustrada en su propia celda, asándose lentamente al viento caliente de julio. Las luces azuladas se han ido poco a poco apagando. Ahora solo hay miles de ojos como platos, pero cada uno en su insomnio (¡prohibido compartir nada!). Tantos cuerpos respirando a la vez, tan juntos pero tan ordenadamente separados, en la sobrecogedora oscuridad de la noche... y sin embargo, ¡tanto silencio!

Este no es como el silencio de las iglesias, ni siquiera como el silencio de los cementerios. Es un silencio sordo, rebotando contra el pavimento una y otra vez. De vez en cuando algo lo hiere: unos tacones afilados, un grito o un quejido mal ahogado, pero nunca el canto del ruiseñor. Dicen que el silencio se comió un día, enfadado, a todos los pájaros de la Gran Ciudad, de un plumazo, y pocos seres verdaderamente vivos quedan ya.

(En aquel rincón se ha encendido un cigarrillo, y con él dos puntos brillantes clavados en una esquina. Lleva apostado en su lugar un par de horas, ¡no quieras saber lo que estará tramando!)

De repente, una ventana se enciende. Ella era la de los tacones, que ha llegado a su casa. Es, a estas horas, una de las pocas criaturas de sangre caliente que todavía se mueve y enciende las luces de su pequeña madriguera, atreviéndose un poco osadamente a alumbrar el exterior. Trasiega de allá para acá, preparando la ropa para la audición de mañana, ensimismada en sus cosas, en su mundo, en sus fantasías de hormiga liberada.

Jamás sabrá que la estoy viendo. Está a solo una calle de distancia, pero más lejos que la más lejana estrella. La veo, pero es otra desconocida más. La espío cada madrugada, pero nunca sabrá de mí, ni querrá saber. Es la distancia insalvable entre las dos hormigas. Una de ellas, inconsciente. La otra, todavía no acostumbrada, horrorizada de lo inquietante que es la Gran Ciudad.


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Pintura: Ventanas en la noche (Night windows), de Edward Hopper. 
Museum of Modern Art, Nueva York.
Texto: Esperanza



¿POR QUÉ NO BASTA UN BESO?



Besas como si fueses a comerme.
Besas besos de mar, a dentelladas.
Las manos en mis sienes y abismadas
nuestras miradas. Yo, sin lucha, inerme,

me declaro vencido, si vencerme
es ver en ti mis manos maniatadas.
Besas besos de Dios. A bocanadas
bebes mi vida. Sorbes. Sin dolerme,

tiras de mi raíz, subes mi muerte
a flor de labio. Y luego, mimadora,
la brizas y la rozas con tu beso.

Oh Dios, oh Dios, oh Dios, si para verte
bastara un beso, un beso que se llora
después, porque, ¡oh, por qué!, no basta eso.


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Pintura: "El Beso", de Gustav Klimt.
Poesía: Blas de Otero, "Un relámpago apenas"

A MI HERMANA MAYOR.


Un beso sonó, casi imperceptible.

 Aunque no sabía casi nada del mundo, sabía decir muy bien dos palabras: una era “mamá”, por supuesto; la otra era un intento de “hermana”, pero la lengua se le trababa todavía y solo alcanzaba a pronunciar “ta…ta”. Y ya, siempre fue Tata.

La verdad es que la Tata le gustaba. Le parecía que el mejor momento del día era cuando volvía de la calle, aunque hubieran pasado cinco minutos desde que se acababa de ir. Adoraba cuando llegaba con su alegría, riéndose con los ojos como solo ella sabía, o cuando jugaba con ella, o hasta cuando le gastaba bromas que a veces la enfurruñaban. A su lado siempre se sentía importante, porque la Tata celebraba cada uno de sus pasos como si fuera una gran hazaña. Y cuando alguien se portaba mal con ella, siempre, siempre, reaccionaba, airada y sin ambages, sin importarle quién fuera. Era como su ángel de la guarda, su mejor amiga, un alma gemela: su hermana mayor.

Aquel día, no sabía por qué, vino triste. La chiquitita se la quedó mirando un rato, esperando paciente la primera sonrisa, pero esta no llegaba. ¿Quién, o qué, puede querer hacerle daño a su Tata? ¿Acaso puede existir algo tan vil sobre la tierra? No entiende nada; no sabe todavía que a veces las cosas, sin saber por qué y sin ningún culpable, pasan y duelen, sin más. 

Pero aunque es pequeña, el beso es grande, porque dice muchas cosas, y así dice: tata te quiero, tata no estés triste, todo pasa siempre. Aunque solo sea la pequeña de tu hermana, hazme caso. Y nunca te sientas sola, porque cada pena que tú sufres es una pena que yo llevo, cada esperanza que tú tienes, lo que yo también anhelo y cada alegría en tus ojos, la luz que siempre conservo. 

Y ahora, Tata, después de tantos años, ese mismo beso, diciendo todas estas mismas cosas, es lo que te mando.


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Pintura: Intimité o La grande soeur, de Eugène Carrière.
Texto: Esperanza

HOY NO HABRÁ SUERTE



El otoño se intuye al doblar cada árbol, cada esquina del parque. Una hoja, dos hojas, tres hojas. Un montón de hojas juntas en el suelo, amarillas, marrones, claras, oscuras, alfombra donde crujen ruidosas mis tímidas pisadas. He venido muchas veces antes, en mis mejores tardes, pero hoy es evidente que no habrá suerte.

Las musas son muchas, no tres como nos dijeron. Abundan entre ellas las que tienen la piel resplandeciente de nácar esmaltado, del tacto suave del que debieran ser las nubes, envidia de las mujeres vulgares. Las musas son siempre delicadas y etéreas, y, según mi experiencia, son sociables, pacíficas y afables la mayor parte de las veces. Cuando están de buenas, pueden ser las criaturas más adorables que existen sobre la tierra.

Hoy, sin embargo, no las reconozco, tal como las veo castigándome con su indiferencia. Mi saludo se vuelve inútil: ninguna cara, ninguna sonrisa se dirige hacia mí. Todas me han sentido, pero todas me ignoran, y renuncian a interrumpir la calma de lo que cada una va haciendo, da lo mismo que sea limarse las uñas con esmero –musas coquetas, al final casi mujeres-, murmurar muy bajito, o vagar entre los árboles de dos en dos, confesándose a saber qué secretillos. Todas prosiguen sus tareas, distantes, inalcanzables, recordándome que mi presencia ni les va ni les viene, sencillamente, les da igual: ya no soy su amigo.

¡Qué idiota! ¿Cómo pude hacerlo? El otro día intenté secuestrar a una musa, si es que así se puede decir. ¡Necesitaba tanto una idea! La novela va peor a cada día, sin salida. Encima, no encuentro más que epítetos previsibles y aburridos: labios… rojos, ojos… brillantes, lágrimas… cristalinas, ¡corazón roto! ¿A quién le interesan cosas así?… el asesinato de Horacio no ha resultado intrigante, sino sencillamente ridículo. Los personajes son marionetas estereotipadas, sacudiéndose entre sus casualidades inverosímiles, mirándome malhumorados desde el otro lado del papel a cada letra que escribo, inquiriéndome qué será lo próximo que tengan que soportar.

En esas estábamos un día cuando entró por la ventana, como un pajarillo descarriado demasiado joven para volar, una musa despistada. ¿Cuánto tardaría otra en llegar?, pensé. Hacía tanto tiempo que no venía ninguna, que a esta no podía dejarla ir (¡estúpido de mí!). Rápido y decidido yo, y ella todavía confusa, sin darse cuenta de que se había equivocado de escritor, mirando horrorizada mis dedos como garfios clavados en sus níveos brazos, y yo como un loco casi gritando, preguntándole qué hacer con la novela. ¡Plas! La musa se evapora, flotando en el aire un momento más sus ojos indignados e interrogantes y en mis dedos ardiendo su promesa firme de no volver jamás. Luego, de nuevo, solo frente al papel blanco, cabizbajo y enfurecido, sobre todo conmigo mismo: a las musas jamás se las puede forzar, ellas vienen cuando quieren, si es que vienen, y solo si ellas quieren empiezan a hablar.

Así es que por mi culpa hoy no se arremolinarán jubilosas en torno a mí, susurrándome una imagen brillante, un camino nuevo en la encrucijada imposible, un algo revelador a nadie jamás ocurrido; no sacarán a pasear sus palabras para que jueguen conmigo, ni traerán a mi mente los recuerdos de los que a veces escribo. No caminarán junto a mí, mostrándome la cadencia de las sílabas, el ritmo secreto de las frases del que nadie se da cuenta, pero que para siempre ahí queda. Hoy ninguna de estas cosas harán, porque todavía tengo que pagar mi ofensa, pero, ¡ay! ¿serán alguna vez capaces de perdonar?



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Pintura: Las musas (Les muses), Maurice Denis.

Texto: Esperanza.

LA PRIMERA SALIDA



El teatro, abarrotado. Las cabezas engalanadas, los cuellos bien almidonados y un montón de trajes preciosos que hoy van siendo estrenados. La feria de las vanidades, el auténtico espectáculo que todos han venido a presenciar, el de los collares de perlas, los sombreros abultados, las miradas de envidia, ha empezado mucho antes que la función teatral. Entre el alboroto del gentío que se acomoda en sus asientos, un perfume con olor a opulencia impregna de pronto el ambiente: las cabezas se vuelven al unísono hacia la altiva condesa de Fournier, que con su descaro habitual presume de amante, haciendo las delicias de los enemigos de su marido. Sin embargo, pronto la estela de su aroma y su alegre desfachatez –como gusta decir solemnemente entre las damas de buena reputación- se va yendo de la sala, muy a su pesar, porque las atenciones vuelan de un lado a otro como un péndulo que va girando poco a poco hasta acaparar todo el teatro, hasta cubrir a cada personaje de cada butaca, palco o esquina: ahora las miradas se clavan hasta picar un poco en el menor de los Laroche, que se hace acompañar de … ¿quién es? ¿Es la bella alemana que estuvo el otro día en la fiesta de Desmarais? ¿O es acaso la hermana pequeña de los Leveque? Unos cuantos anteojos insolentes, de espaldas al escenario, se enfocan con prestancia para conseguir la respuesta: es la alemana, por supuesto, de la que ni el nombre sabemos… habrá que investigar más en las próximas reuniones, piensan un buen número de cabezas creyéndose muy ocupadas.


De pronto, uno de los observadores avisa de su llegada, y entonces la sucesión de comentarios y de volteos de rostro es imparable. Por un momento, el regocijo de los presentes es unánime al descubrir a la deliciosa hija de los Bonnard, que tras varios meses de espera asiste a su primera salida. Es tan joven y tan dulce que instantáneamente se ha granjeado las simpatías de muchos corazones, y todo el teatro se vuelve hacia ella con benevolencia. Pocos segundos dura en el punto de mira de la multitud, que pronto vuelve a empezar su incesante periplo de cotilleos. No obstante, algunas caras siguen todavía pendientes de ella: unos, deslumbrados por la bonita frescura de su expresión, otras, conmovidas porque saben que hace mucho, sus propios ojos brillaron de ese modo y ante el mismo impulso temblaron también de emoción. Era otro tiempo, otro teatro, pero la misma sensación de descubrir un nuevo mundo y de maravillarse tanto.


Ella sabe que la miran, que todo el mundo la ha visto, ¡y se complace tanto de ello! ¿Cuánto tiempo esperando este momento? Desde su nacimiento por lo menos, piensa, antes de dejar de hacerlo, de dejar su mente en blanco, y estremecerse en silencio ante la espectacular escena que contempla, su pequeño cuerpo inundado todo de ilusión. Todavía sostiene en su regazo las flores y la écharpe de zorro, un regalo para la ocasión: ya no se acuerda de ellos. Absorta, entregada a la contemplación, va memorizando atentamente los detalles del teatro, pensando que le llevaría horas absorber cada pequeño rincón para atraparlo en el recuerdo, para que siempre le acompañe al cerrar los ojos. Las lámparas de cristal sobre el fondo dorado, la infinidad de colores, la belleza infinita de tantas mujeres, el amor en cualquier esquina, las risas joviales de la gente, todas las personas de las que tanto ha oído hablar y a las que por fin puede ver…


Finalmente, los murmullos se vuelven más y más apagados, las luces se bajan y el granate se va partiendo en dos, avanzando majestuoso y sin prisa hacia los lados. La niña sonríe, expectante. También en su vida se ha abierto el telón.




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Pintura: La première sortie (La primera salida), de Pierre Auguste-Renoir.

Texto: Esperanza


Olvídate de fechas, de etapas, de etiquetas.

Mira. Lee. Disfruta.

Vive el arte por el arte.